Manos rozadoras, manos «sobadoras»
Los libros, los de siempre, los de papel, no tienen enlaces en los que podamos poner el dedo y nos dirija automáticamente a otras referencias externas. Ni falta que hace, es nuestro cerebro quien se encarga de realizar, mientras nos deleitamos con la lectura, las más variadas conexiones entre lo que leemos y lo que se le ocurra en cada momento, con mayor o menor éxito, con mayor o menor coherencia.
Viene esto a cuento porque, en este período veraniego de reconciliación con la lectura, releyendo a Emilio Lledó en su magnífico libro «Sobre la educación», todo un alegato a favor de la educación pública y a la importancia de las humanidades, surgió una de esas extrañas conexiones. Veamos estos párrafos::
No quisiera caer en una crítica trivial y tantas veces repetida en ámbitos privados y personales; pero es evidente que ese imperio digital, en sus amenazantes abusos, es una enfermedad para la racionalidad y el saludable desarrollo de la inteligencia, y para la libertad no tanto de expresión , como tan machaconamente se habla en nuestros días, sino para una más importante libertad previa, para la libertad de pensar, de sentir, de experimentar, de desear, de amar.
¿Qué ha ocurrido en estos diez años para que la gente tenga tanto que decir, y se tan urgente que no pueden esperar? (…) No entiendo que alguien que se pasa la mitad de su vida consciente hablando por teléfono pueda creer que lleva una existencia humana.
Cada minuto, cada segundo, hay que pasarlo con un dispositivo en la mano. Los que viven atrapados en el mundo virtual nunca están solos, nunca son capaces de concentrarse, y apreciar las cosas a su manera, en silencio. En gran medida, han renunciado a los placeres y logros de la civilización: la soledad y el ocio, la libertad de ser uno mismo, la capacidad de concentración, ya sea para contemplar una obra de arte, una teoría científica, un atardecer o la cara del ser amado.
Cada día me enfrento a la completa desaparición de las antiguas cortesías. La vida social, la vida en la calle, y la atención a la gente y a las cosas que nos rodean en gran medida han desaparecido, al menos en las grandes ciudades, donde casi todo el mundo vive pegado casi sin cesar a sus teléfonos u otros dispositivos, a través de los que parlotea, envía mensajes y juega, habitando cada vez más todo tipo de realidad virtual.
Ese hundimiento obsesivo en las pequeñas pantalla manuales, más propiamente dicho, digitales, donde los dedos, las manos dominadoras de la materia, creadoras del arte, de la cultura real, quedan convertidas en meras rozadoras, «sobadoras» de las minipantallas.
Me parece que no soy injusto con los posibles logros de la era digital, pero de la misma manera que en el ya inmediato futuro se presenta el enrarecimiento del aire, y por lo tanto de la vida, por la polución atmosférica de la automoción y por la disparatada promoción que la publicidad ejerce sobre los consumidores, la nube de informaciones y noticias innecesarias -en el sentido epicúreo del término- puede ser tan funesta para las neuronas y su fluidez como la negra nube que se posa sobre los tejados de las ciudades y sobre nuestros ojos y nuestros pulmones.
¿Qué tiene de especial el texto que acabáis de leer? Pues que no es un texto de autor, sino un texto de autores. Los párrafos primero, quinto y sexto pertenecen a Emilio Lledó, y los párrafos segundo, tercero y cuarto, a Oliver Sacks. Un filósofo y un neurólogo. Dos libros, «Sobre la educación» y «Todo en su sitio». Unas reflexiones paralelas que encajan como piezas de un rompecabezas en un texto global con sentido propio.
Recuerdo ahora, mientras estoy escribiendo estas líneas, a Julio Cortázar y su libro «62 modelo para armar», pero no vamos a liarla más. El placer de leer también alimenta el juego, la complicidad y las conexiones con lo leído y vivido (o por vivir).
No quiero acabar sin colocar otra cita de Emilio Lledó, esta sí referida al tema central del libro al que hemos hecho referencia, «Sobre la educación», no hacerlo me dejaría con mal cuerpo. Por cierto, un libro absolutamente recomendable con el que el disfrute está garantizado de antemano.
Para concluir, insistiré en un tema que creo importante: el de la educación en la igualdad y, por consiguiente, en la defensa de la enseñanza pública. Estoy convencido de que algunos de los grandes países europeos deben su indudable supremacía científica y cultural a la ayuda prestada a la enseñanza pública, que ocupa el nivel más importante de todo el sistema educativo. El permitir que el poder económico pueda determinar la calidad de la enseñanza o, lo que es más sarcástico, que el Estado subvencione con dinero público ciertos intereses ideológicos de una buena parte de colegios más o menos elitistas, parece, en principio, no solo una aberración pedagógica sino una clamorosa injusticia.