«La vitamina roja salvó mi vida»

Narra el neurólogo y prolífico escritor Oliver Sacks, en su delicioso libro «Todo en su sitio», que una de sus pacientes, Theresa, aquejada de una suerte de demencia senil pudo recuperarse de este cuadro clínico gracias a la prescripción de suficientes dosis de vitamina B12 que le hicieron corregir la anemia perniciosa que padecía y así revertir su demencia.

La vitamina B12, o cianocobalamina, es una vitamina hidrosoluble del grupo B, de color rojo, presente especialmente en el hígado, lo cual nos hace recordar cuando se recetaban inyecciones de hígado para combatir la anemia o el famoso aceite de hígado de bacalao que tanto se recetaba en la infancia. A mí no me tocó someterme a la tortura del mal sabor de ese aceite, pero sí recuerdo tener que tomar bastantes filetes de hígado «porque dice el médico que es muy bueno para crecer sano y fuerte», frase de las madres contra la que era imposible resistirse.

Pues bien, volviendo a Theresa, esta anciana, después de seis meses de inyecciones semanales de B12, consiguió recuperarse por completo a sus 95 años y llevar una vida normal en su casa. Así pues, no es extraño que Theresa afirmara:

La vitamina roja salvó mi vida.

Pues bien, permitidme, en fácil ejercicio de funambulismo, que al igual que a Theresa la B12 le salvó la vida, también a la sociedad en la que vivimos le conviene la prescripción de fuertes dosis de «vitamina roja» que, en política, no es otra cosa que la vitamina de la igualdad, de la justicia, de la solidaridad, de la fraternidad.

Recordemos esta frase de António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, con motivo de la presentación del Informe sobre Desigualdad publicado por Oxfam en enero de este año:

Existe el mito de que todos estamos en el mismo barco. Pues si bien todos flotamos en el mismo mar, está claro que algunos navegan en súper yates mientras otros se aferran a desechos flotantes.

Repasemos este artículo de Pergiorgio M. Sandri, publicado en La Vanguardia con fecha 25 de enero de 2021, titulado «La desigualdad crece en España por la covid con 800.000 nuevos pobres» (ver aquí), en donde podemos leer párrafos como estos:

La brecha de la desigualdad también se agrava en España. Esta crisis incrementaría la tasa de pobreza severa (personas con ingresos inferiores al 40% de la renta mediana, es decir, con menos de 5.826 euros al año o 16 euros al día) desde el 9,2% precovid hasta el 10,86% de la población, con casi 790.000 personas adicionales que ahora viven por debajo de este umbral de subsistencia, elevando el total de personas hasta los 5,1 millones.

En el otro frente, los milmillonarios españoles, desde que se declaró la pandemia en marzo incrementaron su riqueza en unos 26.500 millones de euros, una cifra que es superior al coste de una de las principales herramientas de contención de la pandemia: los ERTE.

En otro artículo de unos meses atrás, concretamente del 16 de noviembre de 2020, titulado «La desigualdad en España escala hasta niveles máximos y golpea a jóvenes y migrantes» (ver aquí), Claudi Pérez escribe lo siguiente:

España es una rareza en términos de paro, y va camino de serlo en desigualdad: la pandemia tiene un impacto formidable en la distribución de la renta, mitigado solo en parte por el activismo del Estado. Los primeros datos disponibles son dignos de un anuncio de pompas fúnebres. 

La desigualdad es corrosiva: pudre a las sociedades desde dentro, y explica —en parte: las ciencias sociales no son como la física newtoniana— feómenos recientes tan dispares como el Brexit, el trumpismo y, en general, la enorme desafección política que recorre el espinazo de Occidente.

Dos frases que quiero destacar de este último artículo: «mitigado solo en parte por el activismo del Estado» y «enorme desafección política». Dos frases relacionadas directamente con una de mis últimas entregas en el blog y que invito a leer al que no lo haya hecho aún: «Desafección Política y Deterioro Democrático: Cui prodest?» (ver aquí).

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