La derecha apuesta al ROJO

Un lúgubre color bermellón inundaba la habitación. Cortinas y colchas, cuando se disponía de ellas o te las prestaban, decoraban camas y ventanas. El celofán del queso Trébol —sí, el queso de bola— servía para teñir las bombillas. Rojo. Rojo en la luz. Rojo en la fiebre. Rojo en la espera.
Así recordamos los de mi generación, con mayor o menor intensidad del rojo, la liturgia doméstica de la cuarentena por sarampión. Un ritual que convertía la habitación en un templo febril. Un altar de sudor, silencio y superstición.

Años después, ese rojo me perseguiría en la pantalla. Gritos y susurros, de Ingmar Bergman. Rojo en las paredes. Rojo en los vestidos. Rojo en las transiciones. Dolor, pasión, muerte. El rojo como atmósfera. Como síntoma. Como sentencia.
Pero el sarampión dejó de ser amenaza. La vacuna, introducida oficialmente en el calendario español en los años 70, hizo innecesario el celofán del queso Trébol. La ciencia apagó la fiebre. La inmunización borró el rojo. Hasta ahora.
En los primeros seis meses de 2025, España ha registrado un aumento del 43% en los casos de sarampión respecto a todo el año anterior. 328 infecciones confirmadas. La mayoría importadas, sí, pero el riesgo de brotes locales crece. La segunda dosis de la vacuna, esa que completa la protección, ya no alcanza el umbral del 95%. Y eso preocupa.
Porque el rojo vuelve. No como síntoma. Como ideología.
En los Estados Unidos de Trump y de Robert F. Kennedy Jr., los movimientos antivacunas se han institucionalizado. Las tasas de vacunación infantil descienden año tras año. Y en España, algunas voces —conservadoras, ultraconservadoras, conspiranoicas o simplemente irresponsables— repiten el mismo alegato: libertad individual, desconfianza científica, negacionismo sanitario.
El rojo ya no tiñe bombillas. Tiñe discursos. Tiñe algoritmos. Tiñe urnas.
Y así, la derecha apuesta al rojo. Un rojo visceral, dogmático, peligroso. Un rojo que prefiere la fiebre a la ciencia. La muerte a la vida.